miércoles, 29 de julio de 2020

El Algarrobo

El Algarrobo

...Desde pequeño, solía acompañar a mi abuelo Juan, al huerto. La choza de piedra y carbasa, poseía un techo de madera, con una gran viga en el centro, de buen diámetro, la cual reposaba en los muros, sosteniendo todo el armazón.

Impregnada de alquitrán, para que las polillas no la taladrasen, sobre ella descansaban una docena de vigas más pequeñas, repartidas en dos aguas, untadas también con el color negro del alquitrán, cuyo aroma, esencia y efluvios, se dejaban sentir en tu rostro, cada vez que abrías la puerta.

Las pequeñas vigas a la vez, soportaban una techumbre de tablas de madera de pino, adheridas mediante clavos. Por último, el tejado formado por tejas árabes, evitaban que las lluvias caídas en abundancia, fueran desalojadas de manera inmediata y en verano la temperatura en el interior fuera agradable. Una imponente higuera de higos blancos, que lucía un vistoso vestido de color verde en verano, asombrajaba la pequeña morada, para hacer más agradable la estancia. Esta higuera, poblada en tiempos de frutos, de ruidosos gorriones, estorninos y bellas oropendolas, surtían a mi abuelo de ricos higos blancos, los maduros que caían sobre el suelo del corral, eran engullidos por una veintena de gallinas, de razas, extremeñas, castellano negras, sureñas y unas pocas de pescuezo pelado, como vulgarmente eran conocidas por mi abuelo.


Tras abrir la choza, multitud de ratas, corrían despavoridas, atemorizadas y espantadas a esconderse en los escondrijos y huecos que ofrecía el albergue.
Media docena de gatos, maullando, reclamaban el desayuno, tras no cazar ninguno de los innumerables roedores que campaban a sus anchas en el interior. Mi abuelo los complacía, con el resto de la cena pasada, mojarras, acedías y algún que otro jurel, junto con un trozo de pan duro completaba el exquisito desayuno de los felinos. Después de dar de comer a los gatos, las gallinas a través de la puerta con rendijas ,cacareaban, solicitando su ración diaria de maíz, trigo y pienso. Con movimientos lentos y pausados, se dirigía mi abuelo, hasta el poyo de ladrillos macizos. Sobre su superficie, viejas ollas y recipientes de barro, alojaban las distintas semillas, granos y gramíneas, para satisfacer el enorme apetito de las aves. En una vieja lata, oxidada por el paso inexorable de los años, juntaba mi abuelo una pequeña porción de cada alimento, una vez completada la lata, esta era repartida, por todo el corral con movimientos precisos de muñecas,ante la algarabía y bullicio de las aves.

Una de las mañanas, al abrir la choza, ninguna rata, trataba de huir a través de los recovecos, ni se percibía sus carreras a través de las tejas, ni tampoco el sonido de sus incisivos al roer cualquier trozo de pan duro o alguna haba para la siembra. Mi abuelo, no salía de su asombro y se preguntaba, mientras rascaba su despoblada cabeza de cabellos blanquecinos, nacarados.
 
.-¿Que habrá pasado?.
 
Se preguntaba.
 
 
Miraba a los felinos, y en silencio respondía.
 
..-Estos no pueden ser la causa de que los roedores hayan huido y evadido, pues la choza para ellos representa un maná divino, donde encuentra alimentos y escondrijos para hacer sus nidos.
 
Observando a mi abuelo respondí, con una exclamación.
 
..-¡Puede ser que el flautista de Hamelin, se las haya llevado!.
 
De pronto mi abuelo soltó una fuerte risotada, exclamando.
 
..-¡Ay “jomío”...sólo tu infantil cerebro, puede concebir tal idea!.


En las trampas, ubicadas por toda la choza, con trozos de queso, no había ninguna captura, y todo permanecía intacto, inalterado. Así continuaron los días siguientes, hasta que una tarde mi abuelo tomó una decisión, para indagar e investigar que misterio guardaba la estancia. Juntos, nos encerramos, permaneciendo en silencio, observando la gran viga central, paso obligado de las ratas en sus carreras, para ocultarse. A través de la ventana, nos llegaba una tenue luz, que iluminaba de modo sutil, la sala. Callados, mudos, permanecimos largo rato, en el exterior no se percibían ni se escuchaba, los bulliciosos gorriones, ni los estridentes silbidos de los estorninos, y mucho menos el bello trino y gorjeo de la oropendola, que anidaba en el eucalipto cercano.

A punto de retirarnos sin descubrir el misterio, un grito de horror, se escuchó en toda la estancia y con fuerza exclamé, asustado, atemorizado, aterrado.
 
..-¡Abuelo, mira, sobre la viga!.
 
 Mi abuelo se giró, y tan solo pudo ver, donde reposaba la gran viga, la cola de una enorme serpiente escalera, desaparecer tras los muros, que daban acceso al corral. Con el bastón en mano, como si se tratara de una mortal arma, salió mi abuelo a dar caza, pero la serpiente habilidosa, astuta y sagaz, había huido por una zona de gallineros anexos a la choza. Nuestra inquilina, se marchó, y no volvió jamás. A los pocos días, nuevamente, comenzaron a percibirse y escucharse, las carreras a través de las tejas, los incisivos al roer y algunas capturas en las trampas. En silencio mi abuelo se preguntaba.
 
..-¿No sería mejor tener una buena compañera, silenciosa, sigilosa, reservada, y buena cazadora, antes que estas ruidosas y apestosas ratas?.


Después de realizar algunas faenas en el huerto, repartir comida para aves y felinos, mi abuelo se dirigía como todos los mediodías, a su cita diaria con su amigo Juan Manuel Cortés. Sentados a la generosa sombra de un inmenso algarrobo, acompañados siempre por Manuel “Bobita”, los tres amigos se reunían en torno a una vieja mesa camilla, en cuyo centro reposaba un enorme búcaro, para satisfacer la sed, y rebajar el aguardiente.


Sus charlas, entre trago y trago, de anisado seco, discurría entre la cosecha de patatas cercana, los años de maquinistas en la compañía minera, donde contaban anécdotas de tiempos pasados, cuando ambos se dirigían a Corrales, a vaciar los vagones cargados de mineral. La temporada para cazar aves con trampas, se avecinaba, y Manuel, aprovechaba este tiempo, para construir, con ayuda de unos alicates, estos artilugios, tan arraigados a la vida del minero, como los pequeños huertos y eucaliptos centenarios.

El gran algarrobo, contemplaba cómo testigo mudo sus charlas, que transcurridas unas horas, llegaba a su punto final, para acercarse a sus hogares a almorzar.
La muerte, implacable, inflexible y despiadada, fue restando sus vidas, primero mi abuelo, nos dejaba cumplida la edad de 79 años, sus pulmones encharcados, por bronquitis mal curadas, por el frío pasado en las vetustas máquinas de vapor, por el consumo de tabaco, poco tiempo después, Manuel “Bobita” simpático, dicharachero y gracioso, acompañaba a mi abuelo en el viaje final, que se completaba con la llegada del más joven del grupo..Juan Manuel Cortés. De forma misteriosa, el algarrobo comenzó a palidecer, primero una hoja se secaba, luego una rama, hasta secarse por completo. El humo de su madera ascendió hasta el cielo, y ahora desde el infinito, da sombra y cobijo a los tres compañeros, que charlan sobre sus asuntos y Juan Manuel Cortés, pregunta de nuevo a mi abuelo.
 
..-¡Juan, cuéntame de nuevo, aquella historia, de la serpiente escalera, que se encontraba alojada en el interior de la choza!.


El Algarrobo...un relato original de Marcos Tenorio Márquez.

Dedicado a la querida memoria de Juan Márquez Ramos , Manuel “Bobita” y Juan Manuel Cortés...(Descansad en paz)

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