El
Algarrobo
...Desde
pequeño, solía acompañar a mi abuelo Juan, al huerto. La choza de
piedra y carbasa, poseía un techo de madera, con una gran viga en el
centro, de buen diámetro, la cual reposaba en los muros, sosteniendo
todo el armazón.
Impregnada
de alquitrán, para que las polillas no la taladrasen, sobre ella
descansaban una docena de vigas más pequeñas, repartidas en dos
aguas, untadas también con el color negro del alquitrán, cuyo
aroma, esencia y efluvios, se dejaban sentir en tu rostro, cada vez
que abrías la puerta.
Las pequeñas
vigas a la vez, soportaban una techumbre de tablas de madera de pino,
adheridas mediante clavos. Por último, el tejado formado por tejas
árabes, evitaban que las lluvias caídas en abundancia, fueran
desalojadas de manera inmediata y en verano la temperatura en el
interior fuera agradable. Una imponente higuera de higos blancos, que
lucía un vistoso vestido de color verde en verano, asombrajaba la
pequeña morada, para hacer más agradable la estancia. Esta higuera,
poblada en tiempos de frutos, de ruidosos gorriones, estorninos y
bellas oropendolas, surtían a mi abuelo de ricos higos blancos, los
maduros que caían sobre el suelo del corral, eran engullidos por una
veintena de gallinas, de razas, extremeñas, castellano negras,
sureñas y unas pocas de pescuezo pelado, como vulgarmente eran
conocidas por mi abuelo.
Tras abrir
la choza, multitud de ratas, corrían despavoridas, atemorizadas y
espantadas a esconderse en los escondrijos y huecos que ofrecía el
albergue.
Media docena
de gatos, maullando, reclamaban el desayuno, tras no cazar ninguno de
los innumerables roedores que campaban a sus anchas en el interior.
Mi abuelo los complacía, con el resto de la cena pasada, mojarras,
acedías y algún que otro jurel, junto con un trozo de pan duro
completaba el exquisito desayuno de los felinos. Después de dar de
comer a los gatos, las gallinas a través de la puerta con rendijas
,cacareaban, solicitando su ración diaria de maíz, trigo y pienso.
Con movimientos lentos y pausados, se dirigía mi abuelo, hasta el
poyo de ladrillos macizos. Sobre su superficie, viejas ollas y
recipientes de barro, alojaban las distintas semillas, granos y
gramíneas, para satisfacer el enorme apetito de las aves. En una
vieja lata, oxidada por el paso inexorable de los años, juntaba mi
abuelo una pequeña porción de cada alimento, una vez completada la
lata, esta era repartida, por todo el corral con movimientos precisos
de muñecas,ante la algarabía y bullicio de las aves.
Una de las
mañanas, al abrir la choza, ninguna rata, trataba de huir a través
de los recovecos, ni se percibía sus carreras a través de las
tejas, ni tampoco el sonido de sus incisivos al roer cualquier trozo
de pan duro o alguna haba para la siembra. Mi abuelo, no salía de su
asombro y se preguntaba, mientras rascaba su despoblada cabeza de
cabellos blanquecinos, nacarados.
.-¿Que habrá pasado?.
Se
preguntaba.
Miraba a los
felinos, y en silencio respondía.
..-Estos no pueden ser la causa
de que los roedores hayan huido y evadido, pues la choza para ellos
representa un maná divino, donde encuentra alimentos y escondrijos
para hacer sus nidos.
Observando a mi abuelo respondí, con una
exclamación.
..-¡Puede ser que el flautista de Hamelin, se las
haya llevado!.
De pronto mi abuelo soltó una fuerte risotada,
exclamando.
..-¡Ay “jomío”...sólo tu infantil cerebro, puede
concebir tal idea!.
En las
trampas, ubicadas por toda la choza, con trozos de queso, no había
ninguna captura, y todo permanecía intacto, inalterado. Así
continuaron los días siguientes, hasta que una tarde mi abuelo tomó
una decisión, para indagar e investigar que misterio guardaba la
estancia. Juntos, nos encerramos, permaneciendo en silencio,
observando la gran viga central, paso obligado de las ratas en sus
carreras, para ocultarse. A través de la ventana, nos llegaba una
tenue luz, que iluminaba de modo sutil, la sala. Callados, mudos,
permanecimos largo rato, en el exterior no se percibían ni se
escuchaba, los bulliciosos gorriones, ni los estridentes silbidos de
los estorninos, y mucho menos el bello trino y gorjeo de la
oropendola, que anidaba en el eucalipto cercano.
A punto de
retirarnos sin descubrir el misterio, un grito de horror, se escuchó
en toda la estancia y con fuerza exclamé, asustado, atemorizado,
aterrado.
..-¡Abuelo, mira, sobre la viga!.
Mi abuelo se giró,
y tan solo pudo ver, donde reposaba la gran viga, la cola de una
enorme serpiente escalera, desaparecer tras los muros, que daban
acceso al corral. Con el bastón en mano, como si se tratara de una
mortal arma, salió mi abuelo a dar caza, pero la serpiente
habilidosa, astuta y sagaz, había huido por una zona de gallineros
anexos a la choza. Nuestra inquilina, se marchó, y no volvió jamás.
A los pocos días, nuevamente, comenzaron a percibirse y escucharse,
las carreras a través de las tejas, los incisivos al roer y algunas
capturas en las trampas. En silencio mi abuelo se preguntaba.
..-¿No
sería mejor tener una buena compañera, silenciosa, sigilosa,
reservada, y buena cazadora, antes que estas ruidosas y apestosas
ratas?.
Después de
realizar algunas faenas en el huerto, repartir comida para aves y
felinos, mi abuelo se dirigía como todos los mediodías, a su cita
diaria con su amigo Juan Manuel Cortés. Sentados a la generosa
sombra de un inmenso algarrobo, acompañados siempre por Manuel
“Bobita”, los tres amigos se reunían en torno a una vieja mesa
camilla, en cuyo centro reposaba un enorme búcaro, para satisfacer
la sed, y rebajar el aguardiente.
Sus charlas,
entre trago y trago, de anisado seco, discurría entre la cosecha de
patatas cercana, los años de maquinistas en la compañía minera,
donde contaban anécdotas de tiempos pasados, cuando ambos se
dirigían a Corrales, a vaciar los vagones cargados de mineral. La
temporada para cazar aves con trampas, se avecinaba, y Manuel,
aprovechaba este tiempo, para construir, con ayuda de unos alicates,
estos artilugios, tan arraigados a la vida del minero, como los
pequeños huertos y eucaliptos centenarios.
El gran
algarrobo, contemplaba cómo testigo mudo sus charlas, que
transcurridas unas horas, llegaba a su punto final, para acercarse a
sus hogares a almorzar.
La muerte,
implacable, inflexible y despiadada, fue restando sus vidas, primero
mi abuelo, nos dejaba cumplida la edad de 79 años, sus pulmones
encharcados, por bronquitis mal curadas, por el frío pasado en las
vetustas máquinas de vapor, por el consumo de tabaco, poco tiempo
después, Manuel “Bobita” simpático, dicharachero y gracioso,
acompañaba a mi abuelo en el viaje final, que se completaba con la
llegada del más joven del grupo..Juan Manuel Cortés. De forma
misteriosa, el algarrobo comenzó a palidecer, primero una hoja se
secaba, luego una rama, hasta secarse por completo. El humo de su
madera ascendió hasta el cielo, y ahora desde el infinito, da sombra
y cobijo a los tres compañeros, que charlan sobre sus asuntos y Juan
Manuel Cortés, pregunta de nuevo a mi abuelo.
..-¡Juan, cuéntame
de nuevo, aquella historia, de la serpiente escalera, que se
encontraba alojada en el interior de la choza!.
El
Algarrobo...un relato original de Marcos Tenorio Márquez.
Dedicado
a la querida memoria de Juan Márquez Ramos , Manuel “Bobita” y
Juan Manuel Cortés...(Descansad en paz)
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